miércoles, diciembre 14, 2016

"Criaturas de nuestros sueños", una exposición de Sandra Johana Silva Cañaveral.

Fotografía de la exposición Criaturas de nuestros sueños por Alvaro R. Herrera.

La amputación del cordón umbilical

Estoy en la puerta de entrada. Detrás de mí están la miscelánea de sonidos urbanos, los cuerpos en movimiento constante, los pasillos que repiten palabras en francés. Delante de mí se presenta el silencio.

Siento como si tuviera que abrigarme antes de entrar, un aire de melancolía ha helado el espacio. Para introducir mi experiencia hago una fotografía mental de la instalación: en la pared, cerámicas blancas con dibujos infantiles y un manuscrito enmarcado. Ocupando el espacio de la sala, nidos ―de fibras blancas unos y marrones otros― sobre sendos trípodes delgados de aproximadamente un metro de altura. Excepto uno, cada nido tiene un huevo. Y Sandra.

Me invade la curiosidad: ¿están tibios los huevos?, ¿son más suaves las fibras blancas que las otras?, ¿a dónde se fueron las madres que pusieron estos huevos?, ¿son todos de la misma madre?, ¿cuántos huevos puede poner una madre?, ¿y si son todos el mismo huevo?, ¿nació Sandra del huevo que falta?

Un abanico de colores grises envuelve el lugar: las paredes, el piso, las tejas, las sombras, el marco que protege la carta manuscrita, la puerta, el fondo del texto de presentación en la pared. Y luego se pintan de gris la sonrisa, la mirada, el oído, la piel, los recuerdos de infancia, el aliento.

Una voz me guía. Inclino la espalda, cierro los ojos, recojo los brazos, envuelvo una mano en la otra, flexiono las piernas, anclo los pies; dispongo mi cuerpo para sentir, presintiendo, la tristeza. La vida contenida en el huevo me susurra en valenciano: recuerda tus orígenes, revisa tus raíces, no olvides que lo más inspirador de la vida es aquello que nos acelera el corazón. Luego, la vida contenida en otro huevo me canta en mi segunda lengua, el francés, y me dice: cuida tu libertad, aprende de los otros, camina por el mundo, desdibuja las fronteras, inténtalo de nuevo, eres la memoria de tus pasos. Otras vidas contenidas en otros huevos me hablan de la crianza de los hijos, del rol de la mujer en las diferentes sociedades, de la protección de los niños y los animales, de las relaciones interpersonales y de los lazos afectivos más fuertes, de la fragilidad humana. Pero hay un nido vacío, sobre él no reposa un huevo pero sí la vida. La voz canta para mí en español, me abre los poros de la piel: la melancolía se condensa. Me levanto. Dirijo la mirada hacia los demás nidos y entiendo que estoy en el nido de la ausencia, del dolor, de la amputación del cordón umbilical. Me inclino de nuevo. Miro a la artista, ella baja la mirada. Cierro los ojos y la escucho articular con la fortaleza que retiene las lágrimas: ese es el nido de mi madre, mi madre se nos murió.


Del espacio expositivo al reflejo de la sociedad

Los espectadores han quebrado un huevo. La cerámica reposa agrietada sobre el nido, y se puede ver dentro de ella un núcleo de forma oval.
Los espectadores han hecho caer accidentalmente dos huevos más, con sus nidos. Pero a diferencia del primero, estos no se han quebrado.
Los espectadores, con sus prendas de vestir, su cabello, sus objetos personales, han maltratado la mayoría de los nidos; las fibras que no soportaron el maltrato reposan vencidas sobre la sombra del nido proyectada en el suelo.
Los espectadores, además, han manchado de vino tinto el suelo gris.
Los espectadores han recibido todo lo bello que mencioné en la primera parte de este texto, al igual que yo, y se han ido. Han dejado un reflejo de nuestra sociedad: la pérdida de respeto, la extendida ausencia de reflexión, el olvido de los buenos tratos, la falta de cuidado del otro, de pertenencia, de sentido común, de sensibilidad, de empatía, el insuficiente protagonismo del arte en nuestro país.

El huevo es un símbolo de la vida, de los ciclos biológicos, pero también de la fragilidad. Jugamos a no quebrarlo, intentamos cocinarlo sin que se rompa, nos aseguramos de transportarlo a salvo. Sandra Johana Silva Cañaveral instaló la fragilidad en la sala, y nuestra sociedad la destruyó. Y es que el artista expone su obra, y cuando el espectador la habita, especialmente en el caso de una instalación, esta puede ser construida o deconstruida, y entonces el artista, como su obra, también se expone.

Es posible que al ser alterada por el público la obra sufra una metamorfosis que la convierta en otra diferente... o que la destruya, la línea es difusa. Cabe preguntarse si, como parte de su proceso de exposición, el creador de una instalación debe hacer un ejercicio de desapego con su obra ante la posibilidad de que esta sea alterada por el espectador.

Las Criaturas de nuestros sueños, de los sueños de cada espectador, se han manifestado vulnerando la delicadeza con la que dispusiste cada elemento. Y sin embargo, las mujeres que habitan la sala siguen cantándote, Sandra querida.


                                                                                                                                                                                                                                                       Corrección de estilo Beatriz Isaza Jaramillo ( beatrizisaza@gmail.com.)

jueves, octubre 06, 2016

Promesa

Detalle de grabado, de la serie Mortal, 2016.

Soy más consciente de mi cuerpo desde que me duele la cadera. Tener un dolor a diario se ha convertido en el eje alrededor del cual dispongo toda mi energía física, mi concentración, mis esfuerzos, mi pensamiento, mis ideas. A veces, como hoy, pierdo la calma. Me cuesta no desesperar. Siento que hago todo lo que depende de mi voluntad para tratar mi enfermedad: compro y tomo los medicamentos que me recetó el especialista, voy a terapias cada dos días, distribuyo el peso de mi cuerpo en ambas piernas, no permanezco más de 15 minutos de pie, no uso zapatos altos, no corro ni troto, cuido mi peso, y estiro mis músculos y tendones cada vez que puedo. A pesar de todo eso, no se va.
 ―¿Quién no se va?
 ―El dolor… ¡no se va! Se ha quedado a vivir conmigo. Nunca me preguntó si lo recibiría en mi cuerpo. Se instaló de repente.
 ―¿Por qué no le dices que se vaya? Sácalo de allí. Debes seguir llevando una vida normal.
 ―No puedo, es muy tarde. Se ha salido de mis manos. Ahora tiene vida propia, me exige atención, cuidado, paciencia, cariño, aceptación, tolerancia; casi me he adaptado a él, he llegado a pensar que me hace bien.
 ―¿Y cómo es eso?
 ―El otro día me dolía tanto la pierna derecha que quise gritar, dar puños a las paredes para sentir el dolor en mis manos, el dolor provocado por mi cuerpo para mi cuerpo, en vez de sentir el dolor que se me impone a diario. No lo hice, no grité ni me golpeé porque algo dentro de mí me decía ten paciencia, deja que el dolor se vaya, respira, llora pero no te hagas daño.
 ―Eso no significa que te haga bien.
 ―Sin embargo, nunca había valorado tanto la tranquilidad corporal como ahora. Esa sensación de que el cuerpo funciona bien, de que no le suenan los tornillos, de que las ruedas giran engranadas perfectamente. Esa levedad del cuerpo sano al que no le cuesta cargar sus propios huesos es ahora para mí tan placentera como esquiva. A veces, pienso que vivir mi cotidianidad con el dolor me ha llevado a añorar aquellos años en los que olvidaba que tenía cuerpo.
 ―Muchos lo olvidamos. Sea como sea, no pierdas la calma.
 ―Doy todo de mí para no hacerlo, pero siento que no es suficiente y, por eso, he decidido reducir mis salidas sociales. No quiero que me vean quejándome siempre, no quiero que me recuerden así. Cuando pierdo el control ellos lo notan, y me preguntan si está todo bien, a lo que respondo no, y me quejo. Es inevitable hacerlo, tendría que mentir y no quiero, no puedo cargar una máscara tan pesada.
 ―¿Por qué crees que lo notan?
 ―Es extraño, se los he preguntado y dicen que por mi cara.
 ―¿Y, acaso, qué cara pones?
 ―He pensado mucho en eso y aún no lo sé. Pienso en una gata que tuve hace un par de años embarazada de siete gaticos. El día del parto yo estaba allí, a su lado. Vi salir la cola de su primer hijito y pensé llegó el momento. Se acostó de lado, se apoyó en sus patas delanteras y empezó a pujar haciendo un gesto que jamás había visto en ella: sus ojos fijos en algún lugar como si estuviera concentrándose para hacerlo bien, su mandíbula apretada para soportar el dolor, y su nariz, un poco arrugada a cada lado del tabique, dejaban vislumbrar lo que ese cuerpo padecía, aunque ella no me lo dijera. Me imagino como mi gata.
 ―Si yo supiera pintar al óleo, como tú, haría un autorretrato con ese gesto.
 ―Podría intentarlo. Hace años que no hago uno. Además, es curioso, pero mi necesidad de crear es tanta como intenso es el dolor.
 ―Tal vez intentas representar tu dolor.
 ―Tengo una fuga en mi cuerpo, me siento agotada. Invierto mucha energía intentando disminuir el dolor, quiero aprovecharlo cuando se manifiesta. Transformar esa energía en imágenes, crear con ella: pintar, hacer objetos, coser, esculpir, grabar, dibujar.
 ―Debes hacerlo. Sabes que debes hacerlo.
 ―Pero con el dolor, ser adulto y ser artista son dos seres complicados. Me concentro en que se vaya, y así se me acaban los días.
 ―Muchos lo hacen.
 ―Pies, para qué los quiero si tengo alas para volar.
 ―Debes encontrar un punto medio, un camino, tú camino.
 ―Mientras hemos tenido esta conversación, el dolor ha disminuido.
 ―Prométeme que aunque te duela no dejarás de hacerlo.
 ―¿Hacer qué?
 ―Caminar.
 ―Lo prometo…

















 (… también ha provocado estas conversaciones conmigo misma)



   
                                                                                                                                                                                                                                                       Corrección de estilo Beatriz Isaza Jaramillo ( beatrizisaza@gmail.com.)

lunes, junio 06, 2016

Helena sin aire

Mortal. Grabado, monotipo sobre papel, 2016.



Durante el último sorbo
de té con madelaines,
Helena olvidó,
ay, olvidó Helena
que el viento
labrador del mar
en primavera
era también el aire
tibio
que respiraba,
y cesó
de respirar.

Je n’aime pas le vent,
alegó,
arrugadita, Helena.
‘No me gusta el viento’,
y antes
 de partir
dibujó
una uve
con sus cejas.






Corrección de estilo Beatriz Isaza Jaramillo ( beatrizisaza@gmail.com.)

martes, mayo 03, 2016

Huesos íntimos.


Nunca le habían perforado los huesos. Tampoco se los habían cortado, como a su abuelo, que contaba lo espeluznante que era el sonido de la sierra eléctrica seccionando su pierna. Nunca sufrió una fractura, por lo que desconocía la sensación de tener una articulación doble, una mano de trapo o la punta resquebrajada de un hueso traspasándole la piel. Nunca vio otra piel rota por un hueso. Ni siquiera le habían mostrado uno solo de los doscientos seis huesos que conforman su esqueleto –deforme– humano. Tampoco le enseñaron a palparlos o a nombrarlos. Pensaba en lo ridícula que suena la idea de que un dios nos haya fabricado, como se fabrican las papitas de pollo industrializadas en las megafábricas. La tarea de envolver un esqueleto en varios kilos de carne le parecía dispendiosa, y ni qué decir de la de tejer nervios, tendones, venas y cartílagos alrededor, adentro, afuera, a través de ella –mujer y carne–, para diferenciarla del bife de chorizo que había comido el mismo día del vigésimo cuarto aniversario de muerte de Francis Bacon. En nada. Nada. Cuando estamos muertos ya no servimos para nada. Ya sólo queda que te metan en un saco de plástico y te tiren a la basura, ¿comprende?...*

Ahora que estaba próxima su cirugía, concebía su cuerpo como una acumulación de varios kilos de carne tibia, roja, término azul y se preguntaba cómo se veía su cuerpo por dentro.

Con las puntas de sus dedos índice y pulgar, levantó el párpado de su ojo derecho y lo introdujo en el estrecho espacio entre la cavidad orbitaria y el globo ocular. Lo volteó con dificultad y lo orientó hacia la dirección contraria a la que siempre estuvo: supo cómo lucía su hueso lagrimal y se le empañó la pupila. Ciento ochenta grados hacia atrás, su ojo expuesto giró –lubricado por seis lágrimas retenidas el día anterior y se sorprendió por la temperatura cambiante que le recordaba la sensación del choque térmico inducida por la madre de su portadora, veintitrés años atrás, cuando la sumergió en la bañera caliente para limpiar los restos de sangre, arena y flores que se habían adherido a su piel tras caer del columpio metálico de color azul. Después de ver el revés de su cuero cabelludo, las raíces de sus dientes, el comienzo de su médula espinal, descubría que algunas de las vértebras, tan amarillentas, asimétricas y desalineadas, habían rotado sobre su eje y otras aparecían y desaparecían hasta llegar al coxis. Mientras transitaba columna abajo empujando un pedazo de carne tras otro para abrir su campo visual, el sonido de los líquidos calientes filtrándose entre los espacios vacíos y viscosos, y los olores de la materia fecal, la hicieron vomitar.

 Nunca alguien había tocado uno de sus huesos, ni siquiera ella misma; además, para hacerlo uno debe atravesar la piel. ¿A qué se parece el sonido de la piel rompiéndose sobre los músculos? Cuando jugaba con plastilina, le gustaba hacer una pequeña esfera roja , envolverla en una capa naranja, y en una rosada, y en una amarilla. Luego la cortaba y podía ver las capas de colores, algo así como un tiramisú que comparaba con la piel, la grasa, los músculos y los huesos si no hubiera tanta sangre empapándolo todo. Su cuerpo era un gran globo de sangre que podía estallar en cualquier momento. A menudo se preguntaba cómo asumiría una costura sobre su piel, pensaba que resultaría más práctico imaginar que esa parte de su cuerpo no le pertenecía durante algunos minutos, mientras el dolor cicatrizaba disolviéndose en pastillas para no soñar, diría Sabina. Y, ¿si le cortan el hueso, sonaría igual que el de su abuelo? Sus huesos eran algo tan propio, tan íntimo, tan privado, que los había reservado para ella misma, hasta ahora que los desnudaba y se sentía tan frágil, tan mamífera, tan cerca de la muerte.

* Franck Maubert, El olor a sangre no se me quita de los ojos, Acantilado, 2012, p. 36. Entrevista de Maubert a Francis Bacon.

Corrección de estilo Beatriz Isaza Jaramillo ( beatrizisaza@gmail.com.)