miércoles, julio 24, 2013

Volverse adulto.

Látex, pigmento y poliestireno, trabajo en curso. 


Hoy presenté mi primera entrevista de trabajo esperando tener un puesto, de esos de estudiante con un salario mínimo, en un teatro de Lorient. Tengo el presentimiento de que para volverse adulto hay que trabajar, yo no tengo muchas ganas de lo primero pero lo segundo se está volviendo urgente. Ser estudiante de artes es, como decimos en Colombia, un camello. Mis amigos egresados , por ejemplo, de medicina o enfermería, trabajan desde mucho antes de terminar sus estudios  y lo mejor: trabajan haciendo lo que saben hacer. Un estudiante de artes sabe hacer un poco de todo, esculpir, pintar, decorar, escribir, fotografiar, diseñar, cocinar, hablar, repartir volantes, dar cursos de idiomas, cuidar bebés, jardines, adultos mayores, cafés, bares, restaurantes…todo más o menos bien. En revancha, un estudiante de artes difícilmente trabaja haciendo lo que de verdad sabe hacer, es un joker del mercado laboral y hace todo porque le place o en el peor de los casos porque es la única opción.

¿Es la prioridad de un estudiante de artes estudiar y desarrollar un proyecto personal o sumergirse en el mercado laboral de turno y aprender a sobrevivir con un salario mínimo? Admirables son, a mi juicio, las historias laborales de grandes artistas de la historia que sobrevivieron primero escogiendo el tubo de pintura menos costoso y luego permitiéndose explotar sus habilidades para hacer alguna cosa diferente a los que querían; Vermeer, Toulouse Lautrec, Modigliani, Picasso, Gaugin, Monet, Velásquez, Miguel Ángel… desde Da Vinci hasta el maestro Fernando Botero quien, con esa sencillez y tranquilidad que lo acompañan siempre, nos decía el otro día  “en mis cuadros de esa época no hay azul porque no tenía con qué comprarlo”.


A mí todavía me cuesta un poco ceder, así que decidí convencerme de que trabajar en un teatro puede no ser tan mala idea, me inventé motivos y buenas razones para hacerlo, por ejemplo que eso puede ser más agradable que internarme en una cocina y que gracias a eso podría ver las obras de teatro gratis, sí, gratis, porque un estudiante siempre está buscando los más barato, el supermercado de rebajas, los descuentos de temporada, los muebles de segunda, la ropa usada, el apartamento más pequeño, si acaso un carro noventero y con suerte los tiquetes de avión de último minuto con restricciones de cambio y reembolso. Los adultos trabajan, uno se da cuenta de que se volvió adulto cuando pasa al lado de una vitrina de muebles, cocina, carros, decoración o bricolaje y siente el mismo deseo de comprar eso para meterlo en alguna parte de la casa que sentía a los 15 años cuando veía un bolso, unos aretes o una camiseta, aunque la transición es más difícil porque entre los 20 y los 30 uno quiere las dos cosas, todo a la vez; tener un hogar digno y verse bien, decorar y decorarse, entonces el conflicto no es sólo económico sino de eso que los psicólogos llaman desarrollo de la personalidad. En fin, esperando la respuesta a mi candidatura y la oportunidad de por fin poder pagar impuesto que tanto he esperado, mi vida se va convirtiendo en un pequeño Macondo con nombres y etiquetas para no olvidar la prioridad.

lunes, julio 15, 2013

Jugar a ser artista. (Mi primer y segundo taller)

                                                                                                                                                                              EESAB, Francia, 2013.



Se llamaba Pequeñitos, el jardín de niños donde todo empezó. Tenía un par de años y tantas lágrimas en los ojos que podía llenar el mar. La profesora Cony me regalaba helados hechos en cubetas de hielo y salíamos juntas de vez en cuando a ver desfiles en la pequeña ciudad donde viví hasta los diez y siete años. Todo indica que desde pequeña he tenido estrechas relaciones con mis profesores. La directora del jardín, quien seguramente me veía jugar con colores y plastilina a diario, nos habló de una casita adorable donde  Malí, su hermana, daba cursos de arte para niños.

Mi primer taller:
Durante las vacaciones tomaba clases allí, ese lugar que había sido pintado y decorado por nosotros, los niños que nos reuníamos en las tardes, se convirtió en un espacio del hacer que con los años se ha ido trasladando de ciudad a ciudad, de país a país. Me enseñaron a untarme las manos y a no quitarme el overol. Cajas con palitos de paleta y pirograbado, imágenes en plastilina sobre cartón, vinilo que se puede untar en la piel, ¡qué maravilla! Después de intentar fallidamente con muñecas de tela, vajillas miniatura en plástico y hasta porcelana, carros convertibles rojos y niños humanos como yo, había descubierto finalmente a qué me gustaba jugar: pasar días enteros creando imágenes u objetos con materiales diversos a condición de ensuciarme un poco.

La idea romántica de creer que alguien puede ser artista desde niño ha seducido a la gran mayoría de estudiantes y artistas que conozco. Parafraseando a Simone de Bouvoir, me pregunto si uno nace artista o si más bien deviene artista. En cualquiera de los dos casos, y siguiendo con esta línea rosada, ahora que lo miro con distancia estoy convencida de que ese fue mi primer taller, no sé si de artista o de otra cosa, pero ahí aprendí a dejar pasar el tiempo creando, a quedarme en silencio por horas, a tener cuidado para no sobrepasar los bordes y sobre todo a hacerlo lo mejor posible. A limpiar los pinceles  aprendí después.

Mi segundo taller:
Dicen los que pintan que primero uno debe aprehender la acuarela, luego el acrílico y al final el óleo. Yo tenía siete años y no sabía, así que empecé al revés. Doña Amparo me enseñó el óleo y tomábamos café con leche a las tres. Le dije como si fuera última palabra que yo definitivamente no era una persona paciente, que me costaba mucho esperar que el óleo secara para seguir pintando y entonces me respondió que la paciencia se aprende, también como uno aprende a caminar; si yo quería aprender a pintar tenía que aprender a ser paciente, esa sí que fue la última palabra.  Todos los sábados en la tarde, y cuando podíamos hasta varias veces en la semana, su comedor se convertía en mi segundo taller. Trementina, aguarrás, aceite de ricino, pinceles redondos, planos, paleta, bastidor, todo se esparcía poco a poco sobre la mesa y de nuevo, me quedaba en silencio, encerrada en una burbuja donde sólo ella podía entrar. No había reloj, solo la música de fondo, ella en su cuadro y yo en el mío hasta que la luz del día nos hacía limpiar los pinceles, con jabón líquido para la vajilla para quitar la grasa y en el tanque de su patio. Y así pasaron los años, ocho en total, nuestro apartamento de llenó de pinturas, mi madre los hacía enmarcar y mi padre se encargaba de colgarlos en la pared. Hacía malabares para no manchar de pintura fresca el carro o cualquier objeto de la casa, esperaba una semana y regresaba a mi taller.


Así aprendí a pasar el tiempo haciendo-algo, y eso es lo único que sé hacer. ¿Cómo le explico a los jurados de mi tesis que lo que hago es eso, lo mismo que he hecho siempre y lo único que sé hacer?, ¿no se supone que detrás de la creación hay un montón de conceptos y cosas claras?, ¿y si nos desprendemos un poquito del calendario?, qué cosa complicada esta de ser libre para inventarse todo y luego ponerse serio para justificar lo que se hace. Benditos sean los teóricos.  He decidido abrir este blog para ver si me invento las ideas claras, tanto rompecabezas no puede ser bueno para nadie. Letras Tibias, como galletas recién salidas del horno, reflexiones no tan importantes, no tan complicadas y más bien personales, sí, personales, la palabreja que no quería dejar entrar en mi trabajo se toma mi blog de squat. Recuerdos, cartas abiertas, pequeños secretos, críticas, preguntas con o sin respuestas, fotos e ideas fugaces.  Bienvenidos sean los comentarios y las ideas.

_______________
Fr.

Jouer à être artiste. (Mon premier et deuxième atelier)

Il s’appelait Pequeñitos, c’était le jardin de mon enfance, l’endroit où tout à commencé. J’avais deux ans et beaucoup de larmes dans les yeux. La professeure Cony m’offrait des glaces faites dans des bacs à glaçons et, de temps en temps, on se promenait ensemble dans la ville pour voir des défilés et aller à la piscine. Cony a disparue au tremblement de terre que nous avions vécu en 1999, j’avais 9ans. La dernière fois qu’on s’est vue je lui ai dit « À bientôt ». 

Angela était la directrice du jardin, elle a dit à ma mère qu’elle me regardait jouer avec des crayons de couleur et de la pâte à modeler tous les jours. Elle lui a parlée aussi d’une petite maison où Malú, sa sœur, donnait des cours pour enfants de mon âge.

Mon premier atelier:

Pendant les vacances je prenais des cours d’art avec elle. L’endroit avait été peint et décoré par nous les enfants, qui nous réunissions trois après-midis par semaine pour jouer ensemble. Cette maison est devenue un endroit  pour créer qu’avec le temps j’ai déplacé de ville en ville, de pays en pays. Elle m’a apprise à me salir les mains avec de la matière et à ne pas enlever ma tenue de travail. Des boîtes  remplies de bâtonnets pour faire de la pyrogravure, des images en pâte à modeler sur du carton, de la peinture qui peut aller sur la peau, quelle merveille!  Après avoir essayée de jouer avec de la vaisselle en miniature faite en plastique ou même en porcelaine, des voitures décapotables rouges, des peluches et des enfants humains comme moi, j’avais enfin trouvée mon jeu préféré: passer des jours entiers en créant des images et des objets avec des matériaux divers à condition de me salir un peu les mains.            

L’idée romantique de croire que quelqu’un peut devenir artiste dès son plus jeune âge a séduit la plupart des étudiants et artistes que je connais. En paraphrasant Simone de Bouvoir, je me demande si l’on naît artiste ou si l’on le devient.   Dans n’importe quel cas, et en continuant avec cette pensée, maintenant que je prends du recul je suis convaincue que celui-là a été mon premier atelier. Je ne dis pas que c’était mon atelier d’artiste mais d’autre chose, c’est à cet endroit que j’ai apprise à laisser le temps s’écouler en créant, à rester en silence pendant des heures, à faire attention de ne pas dépasser les bords, à tout faire de la meilleure manière possible.  À nettoyer mes pinceaux, ça je l’ai apprise après.


Mon deuxième atelier:

On dit que pour apprendre à faire de la peinture on doit commencer par l’aquarelle, après l’acrylique pour arriver finalement à l’huile. Moi, j’avais 7ans et, bien entendu, je ne connaissais pas le principe. J’ai commencée donc à l’inverse.
Madame Amparo m’a apprise la peinture à l’huile, on buvait du café au lait à 15h. Un jour je lui ai dis qu’en définitive je n’étais pas  quelqu’un de patiente, que c’était très difficile pour moi d’attendre que l’huile sèche pour continuer à peindre, c’est alors qu’elle m’a dit « la patience s’apprend aussi, de la même manière qu’on apprend à marcher » ; si je voulais apprendre à faire de la peinture à l’huile il fallait d’abord que j’apprenne à être patiente. C’était le dernier mot.

Tous les samedis après-midi, et si elle avait le temps plusieurs fois par semaine, la table à manger de Madame Amparo devenait mon deuxième atelier. Térébenthine, dissolvent, huile de ricin, pinceaux ronds et plats, palette, chevalet, tout prenait place petit à petit sur sa table et je restais en silence, enfermée dans une bulle dont seul elle pouvait entrer. Il n’y avait pas de montre, il y avait que la musique de fond. Elle peignait son tableau et moi le mien, jusqu’au moment où le coucher de soleil nous obligeait à nettoyer les pinceaux.  Elle m’a appris à les nettoyer avec du liquide vaiselle, pour bien enlever la graisse, on le faisait sur le bord du réservoir d’eau de son patio.

Quant une peinture était finie, je l’amenais chez nous, je faisais des jongleries dans la voiture de mon père pour ne pas faire de taches d’huile sur les coussins gris. J’attendais une semaine et je retournais à mon atelier.

Et les années sont passées… huit au total. Notre appartement s’est rempli de peintures, ma mère les faisait encadrer dès qu’elles étaient sèches et mon père les accrochait au mur.


C’est comme ça que j’ai apprise à laisser le temps s’écouler en jouant à faire quelque chose, et c’est la seule chose que je sais faire.