Nunca le habían perforado los
huesos. Tampoco se los habían cortado, como a su abuelo, que contaba lo espeluznante
que era el sonido de la sierra eléctrica seccionando su pierna. Nunca sufrió
una fractura, por lo que desconocía la sensación de tener una articulación
doble, una mano de trapo o la punta resquebrajada de un hueso traspasándole la
piel. Nunca vio otra piel rota por un hueso. Ni siquiera le habían mostrado uno
solo de los doscientos seis huesos que conforman su esqueleto –deforme– humano.
Tampoco le enseñaron a palparlos o a nombrarlos. Pensaba en lo ridícula que
suena la idea de que un dios nos haya fabricado, como se fabrican las papitas
de pollo industrializadas en las megafábricas. La tarea de envolver un
esqueleto en varios kilos de carne le parecía dispendiosa, y ni qué decir de la
de tejer nervios, tendones, venas y cartílagos alrededor, adentro, afuera, a través
de ella –mujer y carne–, para diferenciarla del bife de chorizo que había
comido el mismo día del vigésimo cuarto aniversario de muerte de Francis Bacon.
En nada. Nada. Cuando estamos muertos ya
no servimos para nada. Ya sólo queda que te metan en un saco de plástico y te
tiren a la basura, ¿comprende?...*
Ahora que estaba próxima su
cirugía, concebía su cuerpo como una acumulación de varios kilos de carne
tibia, roja, término azul y se preguntaba cómo se veía su cuerpo por dentro.
Con las puntas de sus dedos índice
y pulgar, levantó el párpado de su ojo derecho y lo introdujo en el estrecho
espacio entre la cavidad orbitaria y el globo ocular. Lo volteó con dificultad
y lo orientó hacia la dirección contraria a la que siempre estuvo: supo cómo
lucía su hueso lagrimal y se le empañó la pupila. Ciento ochenta grados hacia
atrás, su ojo expuesto giró –lubricado por seis lágrimas retenidas el día
anterior−
y se sorprendió por la temperatura cambiante que le recordaba la sensación del
choque térmico inducida por la madre de su portadora, veintitrés años atrás,
cuando la sumergió en la bañera caliente para limpiar los restos de sangre,
arena y flores que se habían adherido a su piel tras caer del columpio metálico
de color azul. Después de ver el revés de su cuero cabelludo, las raíces de sus
dientes, el comienzo de su médula espinal, descubría que algunas de las
vértebras, tan amarillentas, asimétricas y desalineadas, habían rotado sobre su
eje y otras aparecían y desaparecían hasta llegar al coxis. Mientras transitaba
columna abajo empujando un pedazo de carne tras otro para abrir su campo
visual, el sonido de los líquidos calientes filtrándose entre los espacios
vacíos y viscosos, y los olores de la materia fecal, la hicieron vomitar.
Nunca alguien había tocado uno de sus huesos,
ni siquiera ella misma; además, para hacerlo uno debe atravesar la piel. ¿A qué
se parece el sonido de la piel rompiéndose sobre los músculos? Cuando jugaba
con plastilina, le gustaba hacer una pequeña esfera roja , envolverla en una
capa naranja, y en una rosada, y en una amarilla. Luego la cortaba y podía ver las
capas de colores, algo así como un tiramisú que comparaba con la piel, la grasa,
los músculos y los huesos si no hubiera tanta sangre empapándolo todo. Su
cuerpo era un gran globo de sangre que podía estallar en cualquier momento. A
menudo se preguntaba cómo asumiría una costura sobre su piel, pensaba que
resultaría más práctico imaginar que esa parte de su cuerpo no le pertenecía
durante algunos minutos, mientras el dolor cicatrizaba disolviéndose en pastillas para no soñar, diría Sabina.
Y, ¿si le cortan el hueso, sonaría igual que el de su abuelo? Sus huesos eran
algo tan propio, tan íntimo, tan privado, que los había reservado para ella
misma, hasta ahora que los desnudaba y se sentía tan frágil, tan mamífera, tan
cerca de la muerte.
* Franck Maubert, El olor a sangre no se me quita de los ojos,
Acantilado, 2012, p. 36. Entrevista
de Maubert a Francis Bacon.
Corrección de estilo Beatriz Isaza Jaramillo ( beatrizisaza@gmail.com.)
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