martes, mayo 03, 2016

Huesos íntimos.


Nunca le habían perforado los huesos. Tampoco se los habían cortado, como a su abuelo, que contaba lo espeluznante que era el sonido de la sierra eléctrica seccionando su pierna. Nunca sufrió una fractura, por lo que desconocía la sensación de tener una articulación doble, una mano de trapo o la punta resquebrajada de un hueso traspasándole la piel. Nunca vio otra piel rota por un hueso. Ni siquiera le habían mostrado uno solo de los doscientos seis huesos que conforman su esqueleto –deforme– humano. Tampoco le enseñaron a palparlos o a nombrarlos. Pensaba en lo ridícula que suena la idea de que un dios nos haya fabricado, como se fabrican las papitas de pollo industrializadas en las megafábricas. La tarea de envolver un esqueleto en varios kilos de carne le parecía dispendiosa, y ni qué decir de la de tejer nervios, tendones, venas y cartílagos alrededor, adentro, afuera, a través de ella –mujer y carne–, para diferenciarla del bife de chorizo que había comido el mismo día del vigésimo cuarto aniversario de muerte de Francis Bacon. En nada. Nada. Cuando estamos muertos ya no servimos para nada. Ya sólo queda que te metan en un saco de plástico y te tiren a la basura, ¿comprende?...*

Ahora que estaba próxima su cirugía, concebía su cuerpo como una acumulación de varios kilos de carne tibia, roja, término azul y se preguntaba cómo se veía su cuerpo por dentro.

Con las puntas de sus dedos índice y pulgar, levantó el párpado de su ojo derecho y lo introdujo en el estrecho espacio entre la cavidad orbitaria y el globo ocular. Lo volteó con dificultad y lo orientó hacia la dirección contraria a la que siempre estuvo: supo cómo lucía su hueso lagrimal y se le empañó la pupila. Ciento ochenta grados hacia atrás, su ojo expuesto giró –lubricado por seis lágrimas retenidas el día anterior y se sorprendió por la temperatura cambiante que le recordaba la sensación del choque térmico inducida por la madre de su portadora, veintitrés años atrás, cuando la sumergió en la bañera caliente para limpiar los restos de sangre, arena y flores que se habían adherido a su piel tras caer del columpio metálico de color azul. Después de ver el revés de su cuero cabelludo, las raíces de sus dientes, el comienzo de su médula espinal, descubría que algunas de las vértebras, tan amarillentas, asimétricas y desalineadas, habían rotado sobre su eje y otras aparecían y desaparecían hasta llegar al coxis. Mientras transitaba columna abajo empujando un pedazo de carne tras otro para abrir su campo visual, el sonido de los líquidos calientes filtrándose entre los espacios vacíos y viscosos, y los olores de la materia fecal, la hicieron vomitar.

 Nunca alguien había tocado uno de sus huesos, ni siquiera ella misma; además, para hacerlo uno debe atravesar la piel. ¿A qué se parece el sonido de la piel rompiéndose sobre los músculos? Cuando jugaba con plastilina, le gustaba hacer una pequeña esfera roja , envolverla en una capa naranja, y en una rosada, y en una amarilla. Luego la cortaba y podía ver las capas de colores, algo así como un tiramisú que comparaba con la piel, la grasa, los músculos y los huesos si no hubiera tanta sangre empapándolo todo. Su cuerpo era un gran globo de sangre que podía estallar en cualquier momento. A menudo se preguntaba cómo asumiría una costura sobre su piel, pensaba que resultaría más práctico imaginar que esa parte de su cuerpo no le pertenecía durante algunos minutos, mientras el dolor cicatrizaba disolviéndose en pastillas para no soñar, diría Sabina. Y, ¿si le cortan el hueso, sonaría igual que el de su abuelo? Sus huesos eran algo tan propio, tan íntimo, tan privado, que los había reservado para ella misma, hasta ahora que los desnudaba y se sentía tan frágil, tan mamífera, tan cerca de la muerte.

* Franck Maubert, El olor a sangre no se me quita de los ojos, Acantilado, 2012, p. 36. Entrevista de Maubert a Francis Bacon.

Corrección de estilo Beatriz Isaza Jaramillo ( beatrizisaza@gmail.com.)


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